Viggo Mortensen engorda unos cuantos kilos y borda el acento italoamericano en Green Book, el título con el que se ha pasado al cine “serio” uno de los hermanos Farrelly, directores un tanto olvidados que fueron los reyes de la comedia gamberra en los 90. Una historia sobre racismo muy convencional y trillada, narrada de una manera muy plana, que se deja ver gracias a la calidad de la producción y del trabajo de los actores.
Green Book de Peter Farrelly
La cuestión racial planea sobre tres de los títulos nominados al Oscar a la mejor película este año: Black Panther, Infiltrado en el KKKlan y la que nos ocupa. Mientras que la primera no tiene precedentes en su condición de gran superproducción de acción con héroe y protagonistas negros y la segunda destaca por su discurso político y reivindicativo, Green Book sigue la estela de títulos recientes como El mayordomo, Doce años de esclavitud o Criadas y señoras o, si nos vamos hacia atrás en el tiempo, Arde Mississipi o El color púrpura.
De hecho se podría decir que este subgénero de la segregación racial, que nació con las películas de Sydney Poitier, producidas pocos años más tarde de la abolición de las leyes racistas en Estados Unidos, no ha evolucionado gran cosa en los 50 años que han transcurrido desde entonces; tan solo la producción y la técnica nos permiten distinguir a Green book de En el calor de la noche o Adivina quién viene esta noche. Mientras estas últimas fueron atrevidas y consiguieron remover conciencias en su momento, la última obra de Peter Farrelly dudosamente servirá hoy en día para poco más que reconfortar al espectador blanco y hacerle sentir bien transmitiendo la idea que el racismo es algo de gente ignorante del pasado que tiene poco o nada que ver con él; además de para reflotar la carrera y mostrar la dimensión seria y madura de un cineasta “galardonado” recientemente con el premio Razzie al peor director y cuyos éxitos de los 90, encabezados por Algo pasa con Mary, ya quedan muy atrás y le han dejado un prestigio más bien escaso.
Green Book se mueve por lo tanto por caminos muy trillados, y no solo en cuanto a su supuesto mensaje antirracista sino también por cómo se articula este en términos dramáticos. Nos encontramos ante la enésima historia de hombre blanco heterosexual cristiano que descubre que los negros (que podrían sustituirse fácilmente por las mujeres, los gays, los musulmanes o los discapacitados) también son personas, construida a través del igualmente manido esquema de una road movie: el antagonismo entre dos personajes opuestos que chocan al principio pero que previsiblemente tendrán que entenderse en los largos kilómetros de viaje que les esperan hasta llegar a hacerse amigos.
La sutileza brilla por su ausencia en el retrato de los dos protagonistas: a uno nos lo presentan ejerciendo de matón en un garito, compartiendo una habitación pequeña con su mujer y sus dos niños, y al otro sentado en una especie de trono dorado en un enorme apartamento de lujo: el hombre de éxito sofisticado y solo en la cumbre frente al hombre pobre y sencillo feliz en el calor del hogar. A la sucesión de tópicos se le suma un diseño incongruente del personaje racista, que pasa de tirar a la basura dos vasos de su cocina que han sido usados por obreros negros a mostrarse dispuesto en la siguiente escena a trabajar para un negro si se le paga bien; la transición del odio irracional al pragmatismo sensato, que podría haber aportado un punto de inflexión en la narración, se produce de manera instantánea e incomprensible.
No obstante, la excelente producción y el buen trabajo de los actores consiguen salvar los muebles y librar la película del desastre al que la podían haber conducido su guión mediocre y una dirección plana que no deja ninguna escena divertida, emotiva ni con fuerza dramática, logrando proporcionar al menos un entretenimiento para toda la familia tan intrascendente como disfrutable por los mitómanos y por los amantes del cine de actor. En caso de que Green Book sea recordada por algo, lo será por la transformación física de Viggo Mortensen y su estupenda imitación del acento italoamericano.
Crítica de Antonio López