Ya lo dijo George Orwell: “Si la libertad significa algo, será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente aquello que no quiere oír”. Jafar Panahi es un cineasta de vocación, un realizador para el que filmar es tan necesario como alimentarse. El mero hecho de prohibirle ejercer su profesión ha provocado que aproveche cualquier ocasión para grabar. Ya lo demostró durante su arresto domiciliario con ‘Esto no es una película’ y con la abstracta ‘Closed Curtain’. Ahora llega lo que parece como la culminación de una trilogía improvisada, se trata de ‘Taxi Teherán’, flamante ganadora del Oso de Oro en la 65 edición de la Berlinale.
Panahi se convierte en taxista para poder rodar una película por la calles de Teherán. No lo puede hacer en público, con lo cual la cámara se encuentra situada estratégicamente en el salpicadero del coche. En este taxi habrá pasajeros de todo tipo y cada uno aportará su manera diferente de ver la vida, sus opiniones sociales y políticas. Prácticamente todos lo harán de manera espontánea, sin percatarse de que se encuentran ante el famoso realizador. Una muestra que pretende capturar la esencia del espíritu de la sociedad de un país a través de un intenso viaje por la capital persa.
El cineasta sigue produciendo pese a que el gobierno iraní desee impedírselo. Con esta propuesta, Panahi muestra su habilidad para poder seguir creando incluso cuando no puede. Y la forma en invita al espectador a entrar en las calles de Teherán ya deja ver la dicotomía en la que vive una sociedad en la que los dobles fondos son más comunes de lo que realmente aparenta.
Basta con empezar a recorrer los barrios de la capital iraní para mostrar un extraño y endémico oasis gobernado de forma tiránica. Panahi muestra las distintas caras de la sociedad persa. En su taxi se sientan desde ladrones que piden la condena muerte a los mangantes que hurtan los bienes de la clase trabajadora, a “traficantes de cultura” cuya misión es repartir películas y series extranjeras prohibidas en el país a gente que desea conocer el cine de Theo Angelopoulos, Woody Allen o ver los últimos capítulos de ‘Juego de tronos’ o ‘The Big Bang Theory’. Un crisol de contradicciones costumbristas que consiguen realmente traer a la sociedad iraní de manera fehaciente y alejada de titulares de informativos.
Pero Panahi no se limita sólo a grabar situaciones reales cotidianas, también introduce ficción. Con lo cual, su propuesta se convierte en una mezcla entre realidad y ficción dejando en evidencia hasta qué punto un documental muestra la veracidad de la realidad. Y ahí está su juego, en el que se apunta en un momento su agradable sobrina para marcar cómo la censura sigue persiguiendo a todo aquél que no quiera aceptar las reglas de ese sistema opresor. La niña lo hace de manera inocente, casi ingenua, sobre todo cuando le comenta a su tío Jafar que en el colegio le han mandado rodar un corto y recita cuáles son las cosas que se pueden grabar en Irán.
Estén guionizadas o no las situaciones, el caso es que Panahi logra uno de sus largometrajes más redondos. Y al igual que empezó, se termina, cerrando un círculo que recuerda la situación en la que vive, esa que parece tan ajena a la realidad occidental, esa que debe verse para poder entender la problemática de Oriente Próximo. Nunca ese llamado cine necesario se había hecho de forma tan autoral y artesanal, todo un canto desgarrador a la libertad de expresión y, por ende, a la democracia.
4.5 / 5