Tras Elena y Leviatan, Andrey Zvyagintsev completa con Sin amor, una de las favoritas para ganar el próximo Oscar de mejor película de habla no inglesa, una trilogía no declarada como tal donde lleva a cabo un retrato magnífico y demoledor de la sociedad rusa actual y que lo convierte en uno de los cineastas más destacados de la última década.
Sin Amor (Loveless) de Andrey Zvyagintsev
A veces un cineasta que lleva unos cuantos años haciendo películas notables sin conseguir trascender empieza a dar que hablar y a recibir premios y reconocimiento, y cuando eso ocurre puede deberse a que ha subido un escalón y ha llevado a cabo su mejor película hasta la fecha, o simplemente a que tenía las suficientes papeletas para que le acabara tocando el premio más pronto que tarde y finalmente le ha tocado. Este último parece ser el caso de Andrey Zvyagintsev, el director con el nombre más impronunciable del cine europeo; quien ya estuviera siguiéndole la pista por sus anteriores trabajos, Elena y Leviatán, puede llevarse una pequeña decepción puesto que en realidad nada justifica el contraste entre el entusiasmo que está despertando Sin amor y la acogida mucho más discreta que tuvieron sus obras anteriores. De hecho, si él mismo y sus productores dominaran la mercadotecnia como un Lars Von Trier o un Michael Haneke, nos estarían vendiendo esta película como el final de una trilogía sobre la sociedad rusa del siglo XXI.
Desde Rusia sin amor
Efectivamente Sin amor incide en la versión crítica y desoladora que Zvyagintsev tiene de su país dando una vuelta de tuerca más al impacto de la pérdida de valores en la sociedad sobre las relaciones humanas y familiares. El título de la película no se refiere solamente a la falta de afecto que sufre el hijo de la pareja protagonista, que se encuentra en proceso de divorcio, sino a la incapacidad emocional de ambos y de todo su entorno. La desaparición del niño los sacude no por su angustia ante el hecho sino por su frialdad ante el mismo, y el espectador asiste a un despliegue de variantes del egoísmo y de la falta de compromiso por parte de los personajes de la película: la búsqueda del hedonismo y el confort material de la madre, el autoengaño de la segunda oportunidad que solo servirá para repetir el error en el caso del padre, la amargura y el odio de la abuela, la desidia y la no asunción de responsabilidad de la policía, la hipocresía y la doble moral beata del mundo de la empresa, y la asepsia profesional y burocrática de las organizaciones no gubernamentales. Todo esto salpicado con medios de comunicación que reproducen propaganda gubernamental y figurantes y extras que se cuelan ante la cámara ofreciendo frivolidad y falsa felicidad en selfies.
Retrato desolador de la pérdida de valores en la sociedad sobre las relaciones humanas y familiares
Este retrato demoledor convierte a su autor en un moralista, que se ha definido de hecho en entrevistas como un patriota que busca a través de esta crítica el despertar ético de su país, además de en el nombre más oscuro del cine social de su tiempo y en uno de los directores más relevantes de la última década. Se le podría reprochar su estilo un tanto estático, no solo por la puesta en escena sino también por el desarrollo del guión; aunque el final es magnífico, no nos está contando nada que no se nos haya explicado ya desde antes de la mitad de la película y ello convierte a los 128 minutos de esta en un metraje un tanto excesivo.