Las cosas han cambiado mucho desde que en 2001 Peter Jackson llevara a la gran pantalla la inabarcable obra de J.R.R. Tolkien. Sin ir más lejos, Juego de tronos, la serie de HBO, ha ocupado, más o menos, el vacío que dejó Peter Jackson en los corazones de muchos fans.
El Hobbit, la precuela de las aventuras de Frodo Bolsón protagonizada por su tío Bilbo, llegará a los cines de todo el mundo esta semana, casi diez años después de que El retorno del rey, cerrase la trilogía original. El resultado, personalmente, sigue pareciéndome tan pesado como en ocasiones anteriores, a pesar de que la película haya ganado ritmo a cambio de personajes secundarios con algo de carisma.
Intentaré explicarme.
La saga, se mire por donde se mire, es de una duración indefendible ya desde su montaje original, por no hablar de las ediciones extendidas de cuatro horas cada una. El Hobbit repite la jugada de la trilogía y se acerca a las tres horas de duración, algo que puede permitirse una película como Magnolia, llena de personajes interesantes con un montón de asuntos pendientes y cambios de tono, pero que en este caso terminan por hacerse tediosos a partir de la mitad de metraje. La película mantiene durante sus tres horas el esquema charla casi insoportable-pelea más o menos épica-resolución apurada (Gandalf ex machina) y el espectador menos entregado a su épica puede abandonar la sala antes de la mitad. Otra de las pegas, quizá la más importante de la película, sea la ausencia de secundarios que aligeren la trama. A pesar de lo cargantes que pudieran resultar Légolas, Gimli o Sam, en la trilogía original había un montón de personajes con pasado, presente y dudoso futuro, y llegábamos -en algunos casos- a interesarnos por ellos. Y había un Gollum. Ahora, en cambio, se presentan todos los secundarios -nuevos- de golpe, sin tiempo de escuchar sus nombres -todos muy parecidos- y de manera atropellada, algo a tener en cuenta dentro de una película que convertirá una novela de tamaño estándar en una trilogía de nueve horas de duración.
En el aspecto positivo, habría que destacar el tono despreocupado y ligero, casi desenfadado, en comparación con las anteriores películas, mucho más graves y cargadas de solemnidad. Así, el viaje inesperado de Bilbo Bolsón, sin ser ninguna comedia de manual, luce casi como un episodio de El show de Benny Hill después de Las dos torres o El retorno del rey.
Martin Freeman, tipo al que adoramos desde los tiempos de Ali G y que ha conseguido un estatus elevado tanto en televisión –Sherlock– como en cine, aporta carisma y buenas intenciones como joven Bilbo, convirtiéndose en el único personaje de una función demasiado larga para no tener un compañero a su altura.
Las tres dimensiones no aportan absolutamente nada a la capacidad visual de la película, al menos proyectada a 24 fotogramas por segundo, y al menos, con ese tipo de proyección, pueden considerarse tan innecesarias como en el 90% de los estrenos en este formato. Ya veremos como las soportan los 48 fotogramas. También se aprecia que Jackson ha ganado en soltura grandilocuente después de las tres aventuras anteriores y King Kong.
Y en cuanto a la acción, pues es más de lo mismo: persecuciones por rústicos puentes de madera en proceso de descomposición, personajes en fila india por laderas verdes y blancas y situaciones límite de las que salir en el último segundo.
¿Recomiendo El Hobbit? Bueno, supongo que sí. En el fondo, a pesar de unos defectos tan marcados, no deja de ser un superespectáculo total del que, en teoría, debería disfrutar todo aficionado al cine de aventuras en general y del universo Tolkien en particular. ¿Me gustó El Hobbit? No especialmente, pero si tengo que poner en una balanza las señas de identidad de la trilogía anterior y las de la nueva película, creo que prefiero la ligereza de esta última.