Antes de empezar a aplaudir las bondades de una película como El llanero solitario, me gustaría aclarar un par de cosas.
La primera, que no soy fan de Piratas del Caribe más allá de la primera parte. Me resulta bastante simpática aunque siempre he me ha parecido una cosa muy artificial. La segunda, que no soporto a Johnny Depp más allá de Cry-Baby o Miedo y Asco en Las Vegas. Y ya que estamos con aclaraciones, también me gustaría destacar la admiración que siento por Gore Verbinski, piratas y The Mexican aparte.
Con casi tres mil episodios radiofónicos, el serial fue pionero en el género de aventuras, y padre de otros como The Green Hornet, en los años treinta, hasta dar el salto a la pequeña pantalla en la década de los cincuenta. Y ahora, a la película.
Las mayores sorpresas que nos llevamos con la película, sin contar el estilazo, la belleza y la espectacularidad de la propuesta, son su oscuridad y la crueldad y violencia del villano de la función, un irreconocible (gracias a dios, porque se está convirtiendo en el nuevo Mark Strong) William Fichtner, con un personaje que devora el corazón de sus víctimas. El equilibrio entre crueldad y comedia desenfadada, dentro de una aventura más grande que la vida, sienta de maravilla a la película de un Verbinski que cada vez se encuentra más cómodo dentro de atracciones andantes.
La atmósfera de El Llanero Solitario, y esto sí que es un piropazo, nos traslada a los primeros ochenta, a la época en la que la productora del castillo se jugó la cabeza con proyectos muy alejados del tono familiar característico, produciendo joyas infravaloradas y tratadas sin respeto como El Dragón del Lago de Fuego, El carnaval de las tinieblas o, un poco más tarde, Rocketeer. Y es que parece que Disney siempre tiene una película maldita para cada época.
El excelente diseño de producción y la estupenda fotografía de Bojan Bazelli dan a la película otro empujoncito hacia la belleza. Tal es el espectáculo que uno no puede más que echar de menos a Michael Giacchino, cansado de las cornetas de un Hans Zimmer que, aquí sí, mantiene la sintonía original durante la frenética secuencia final.
Será en esa secuencia, y siempre desde el colosal mastodonte de acción del futuro que es la película, donde se recuperan los valores de la antigua serie de televisión, con personajes disparando revólveres convencidos de no dar a nadie, boxeo antiguo y espíritu slapstick.
Por último, destacar a la pareja protagonista, con un Depp que sabe emocionar desde su Tonto a un Hammer que no debería correr la misma suerte que Taylor Kitsch, puesto que su comicidad y simpatía están a años luz del protagonista de John Carter y Salvajes.
Como un hijo bastardo de Michael Bay y JJ Abrams, Verbinski despierta una vez más al niño que llevamos dentro y nos lleva en volandas en una de las propuestas más atractivas y espectaculares del verano.
Bravo.