En la genial los Fantasmas atacan al jefe (Scrooged), Frank Cross, el despótico presidente de la ficticia cadena de televisión IBC interpretado por Bill Murray, le respondía a su ayudante Grace (Alfre Woodard) cuando esta le intentaba explicar un problema familiar con un categórico: “¡me importa un huevo!”. No sé me ocurre expresión que resuma mejor la sensación que me ha producido la historia que David O.Russell ha (intentado) narrar en Joy.
El director de la excelente Tres Reyes lleva años siendo uno de los niños (señor más bien) mimados de Hollywood. The Fighter, El lado bueno de las cosas y La gran estafa americana, obtuvieron numerosas nominaciones a los Oscar, entre ellas cinco para Russell. Sin embargo solo The Fighter tenía algo de brillo. Cada nueva película de Russell se convierte casi automáticamente en favorita para la temporada de premios. Y la verdad es que, al menos para mí, no se sabe muy bien por qué.
En Joy se repiten algunos de los principales defectos del cine de Russell que tanta fama le han dado en el último lustro. Su estilo narrativo y de montaje es confuso y pretencioso. Da la impresión de que pretendiera ser un émulo del gran Paul Thomas Anderson, pero apenas se queda en una marca blanca de Scorsese.
En el caso de Joy nos encontramos además con un problema grave, y es el nulo interés de la historia. Basada en hechos reales, Joy cuenta las peripecias de la mujer que da título al filme, quién se convirtió en una magnate de los productos de teletienda a raíz de haber inventado una fregona ultra absorbente (doble o triple sic por lo menos). Aún así muchas veces se han hecho auténticas obras maestras de historias mundanas o directamente aburridas a priori. No es desde luego el caso de Joy.
La historia está narrada de forma morosa en sus tres primeras cuartas partes, hasta que, como si Russell se hubiera dado cuenta de que se le acababa el tiempo, se embala para contarnos en apenas diez minutos lo que no ha sido capaz de hacer que nos interese ni emocione en los cien previos.
Jennifer Lawrence intenta defender su personaje con seguridad, pero le falta garra y le sobra auto complacencia. De Niro está como casi siempre, haciendo de De Niro (lo cual tampoco ha de ser malo), y Bradley Cooper demuestra que es muy buen actor cuando se le dirige bien (El francotirador), y muy malo cuando se le deja activar el piloto automático y ponerse en modo: “mira qué ojos tan azules tengo”.
Lo mejor, lo único auténtico de la película, es el personaje de Edgar Ramírez, ese aspirante a Tom Jones cuya relación con Joy dota al filme de las únicas gotas de verdadera emoción de todo el metraje.
Joy intenta ser la nueva Erin Brokovich pero no pasa de tele filme de fin de semana. Un drama artificial y sin emoción. Una película que, como los vendedores de tele tienda que retrata, intenta colarnos lo que no es y que sigamos comprando la idea de que David O.Russell es un director de clase A en Hollywood.
2 / 5