Steven Spielberg y George Lucas, dos tíos que básicamente inventaron esta cosa que nos gusta tanto, están convencidos de que el cine desaparecerá como tal en cuestión de cuatro días. De ser así, con películas como este remake de Carrie saldremos ganando.
La película perpetrada por Kimberly Peirce, la directora de Boys don’t cry (cosa que se nota demasiado), es un no se sabe qué de los más infames que recordamos. Quiere ser un drama, un thriller, una de abusos escolares y un terror religioso, pero no funciona en ningún aspecto. Es más: provoca la incomodidad de la vergüenza ajena en el espectador más predispuesto.
Pero no es solo el tono lo que chirría en Carrie. Un elenco lleno de caras y caracterizaciones forzadas y el ritmo anodino con el que avanza hacen que su torpe montaje también brille, por desgracia, con fuerza.
Este remake deja en una posición incómoda a nuestra pequeña Chloe Grace Moretz. No dudo que tendrá un futuro prometedor, que se forrará y que tendrá una carrera larga y brillante, pero es una niña muy joven que debería haber estado mejor dirigida y a la que no deberían haber permitido desfarsarse como se desfasa en el tramo final, con unos tics que dejaron de estar de moda cuando The Ring se editó en dvd.
No es cuestión de hacer más sangre, pero hablando de sangre, puede que el mejor punto de la película sea su primera secuencia, una revisitación a la sangre vaginal desde un punto de vista mucho más perturbador.
Por el respeto que tengo a Julianne Moore, me limitaré a decir que la actriz no ha nacido para ser la madre de Carrie White y que todas sus secuencias son telefilmeras a más no poder.
En resumen: no da miedo, no da pena, no asusta y provoca algún momento bochornoso que es mejor olvidar. Vistos los resultados, un remake o nueva versión o lo que tú quieras completamente innecesario.