El escritor italiano de origen judío, Primo Levi, cuando hablaba de cuando estuvo prisionero en el campo de concentración de Auschwitz durante el Holocausto de la Segunda Guerra Mundial dijo: “Nosotros, los que sobrevivimos a los campos de concentración no somos testigos verdaderos. Nosotros somos los que, a través de la prevaricación, la habilidad o la suerte, nunca tocamos fondo. Los que estuvieron y vieron el rostro de la Gorgona, no regresaron, o regresaron sin palabras”.
El Holocausto parecía ya un tema agotado, el cine ha mostrado de las más variadas maneras el sufrimiento y la muerte de millones de judíos. Sin embargo, László Nemes le ha dado una vuelta más, si cabía. Y, realmente, la visión que propone en ‘El hijo de Saúl’, Gran Premio del Jurado y el FIPRESCI en el 68º Festival de Cannes y favorita al Oscar a Mejor Film Extranjero, promete no ser sólo la más incómoda de las visitas al horror, sino una auténtica y espeluznante sensación de haber descendido al mismísimo infierno.
Año 1944, Saúl es un “Sonderkommando”, uno los prisioneros que era encargado de quemar los cadáveres de la gente que llegaba al campo de concentración e iba directa las cámaras de gas. Su labor consiste en limpiar las cámaras cuando hayan “acabado su función” y, posteriormente, tras haber incinerado a las víctimas, esparcir las cenizas en el río. En una de esas rutinas, un niño sobrevive al paso de las cámaras de gas. Aunque posteriormente sea asesinado por un oficial nazi, Saúl encontrará en ese pequeño una esperanza moral al tratar de salvar su cuerpo de los hornos crematorios y querer darle un entierro digno.
Nemes no quiere dar tregua al espectador. Desde el primer momento, este descenso a los infiernos enfoca directamente a su protagonista, Saúl, como único punto de referencia. En esta cinta no habrá planos de lo que ocurre alrededor del Sonderkommando, tampoco se incidirá en los dilemas morales que puedan tener estos prisioneros que eran asignados para labores tan desalmadas. Con largos planos secuencia, Nemos provoca una visita al mismo infierno de Dante, en el que se intuye más que se ve, dejando a la mente la labor de construir el horror que puede haber alrededor, haciendo más angustiosa la estancia del público. Porque aquí no hay bálsamos de redención, ni de perdón, es un choque frontal con la parte más deshumanizada de la persona, cuando lo único que quedar es la mera y vil supervivencia.
No hay listas de Schindler, ni valientes rebeldes que son capaces de dar su vida. Es el despiadado instinto de supervivencia del perro-come-perro que, realmente, era el que lograba transmitir el horror de lo vivido. La banda sonora son sólo sonidos, que inciden en dejar al espectador para que plasme lo que sucede en su mente. Nemes aleja cualquier tipo de ética y moral a una realidad perversa en la que, incluso las buenas acciones, quedan a merced del poder seguir exhalando aire.
Ahí está Géza Röhrig, ese Saúl que intenta obtener cierto indulto moral enterrando a ese hijo que cree perdido. Una forma de escapar de su cruda realidad, en la que el mal y el terror residía tanto fuera como dentro del campo de concentración. ‘El hijo de Saúl’ es un crudo relato sobre incomodará, angustiará y hasta asfixiará a quien lo vea.
Y de esa experiencia perturbable, en la que se ve la versión más perversa de la realidad, nace una excepcional obra maestra y un extraordinario debut de un pupilo del mismísimo Béla Tarr y que da una versión más fehaciente que los Sonderkommandos que la irregular ‘La zona gris’ de Tim Blake Nelson. Se trata de la versión definitiva sobre la Shoah, aquella que muestra en primera persona y, de la forma más triste, aquella realidad. Ya lo dice el ya citado Levi en su ensayo ‘Los hundidos y los salvados’: “Nunca más podría eso ser limpiado, y se demostraría que el hombre, la especie humana – nosotros, en definitiva – tenía el potencial para construir una enormidad de dolor, y que el dolor es la única fuerza creada desde la nada”.
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