¿Recuerdas la sensación agridulce que se apoderaba de ti al comprar un videojuego formado por varios minijuegos? A veces pesaba más la sensación positiva y el optimismo, pero según el día, lo único que recordabas es que había una parte de juego que aborrecías.
Con la película de Rich Moore pasa algo parecido. La premisa de ¡Rompe Ralph! y su ambientación son inmejorables. Hay mucha historia del videojuego y un montón de apariciones, tanto en primer plano como al fondo –único aprovechamiento de las tres dimensiones, no aportan gran cosa- y muchos homenajes y chistes a costa de personajesy juegos que nunca terminamos de entender del todo –Qbert a la cabeza-, hasta los de ultimísima generación, a tope de HD.
Ralph es el malo del videojuego Fix-it Felix Jr, una suerte de Donkey Kong, donde nuestro (anti)héroe ejercería de mono agresivo mientras un sosias de Mario Bros arregla los desperfectos que provoca. Pero Ralph está harto de ser el malo de la película y, en este caso, del arcade. Así que pone rumbo a otros videojuegos en busca de una medalla con la que poder presumir ante sus vecinos y conseguir ser aceptado en la estirada sociedad videojueguil.
Hasta ahí todo perfecto, hermoso. El bajón llega cuando Ralph se instala en un videojuego de coches de carreras muy parecido al protagonizado por el fontanero de la gorra roja, ambientado en un mundo de dulces y caramelos. Y ahí se queda. Mi problema con la película es que una vez estancado en este último mundo, empieza otra película que se desarrolla en el mundo de la bollería industrial, y quien esperase un recorrido por la historia de los videojuegos se dará de bruces ante otra cosa. Con todo, la película tiene tanta fuerza, velocidad y color que te dejará sin aliento. Y sin calderilla.