No me andaré por las ramas: Alex de la Iglesia me parece uno de nuestros mejores directores y estoy convencido de que es uno de los más importantes de nuestra historia. No solo por El día de la bestia y su lluvia de premios, también por una etapa de madurez asombrosa, que llegó muy rápido y que abarcó de Muertos de risa a 800 balas o Crimen Ferpecto.
Después, de repente, su cine empezó a perder magia (y no me refiero a la ausencia en el guión de su compañero Jorge Guerricaechevarría, puesto que en Los crímenes de Oxford aún coescribía) y a convertirse en algo mucho menos espectacular y bastante más caduco. Los crímenes de Oxford, La chispa de la vida y Balada triste de trompeta forman su trilogía para olvidar, un trío de películas, alguna mejor rodada que otra, completamente fallidas.
Tras este hiato de cinco años y quizá con la presión de quien sabe de lo que es capaz y no lo está haciendo con empeño, el director presenta una de sus mejores y más frescas obras: Las brujas de Zugarramurdi es un delicioso delirio, trepidante y macarra, pero no exento de parte de algunos de los tics más molestos de su periodo rancio.
Pero quedémonos con lo bueno antes de hablar de cosas que nos disgustan. Y lo bueno empieza con los protagonistas, espectaculares Silva, Casas y ese taxista salido de la nada al que llena de humanidad y conocimiento paranormal de aeropuerto el gran Jaime Ordóñez. Además, otro acierto habitual en el cine del director, otro acierto es la cercanía del primer acto, algo que sucedía sobre todo en sus primeras obras. Esa Puerta del Sol llena de trabajadores disfrazados pasando calor y repartidores de propaganda, mezclados con cuerpos de seguridad que hacen ronda, es el pan nuestro de cada día para quienes cruzamos la plaza un par de veces al día.
El ritmo no decae (casi) nunca y el intercambio verbal de esa primera parte a bordo del taxi es chispeante, a pesar de que en algún momento cueste entender alguna frase, pero no por problemas de dicción, no, solo por el barullo que hay montado en todo momento.
Las brujas, espléndidas. Pavez, Maura y Bang, tres generaciones de brujas en busca del fin de la humanidad tal como la conocemos. La ambientación y algunos secundarios están a la altura, como Javier Botet, siempre infalible. Y los créditos, fenomenales también.
Pero como es habitual en su cine, Las brujas de Zugarraurdi tiene sobredosis de todo. De lo bueno, también. Para empezar, una pareja de policías que aporta poco a la trama, al igual que otro buen puñado de secundarios que, a pesar de estar muy bien, como Villén, Areces o Segura, también Barranco, entorpecen el ritmo por momentos.
Y el tramo final, donde al director se le va de las manos el ya escaso temple de la cinta, se desmadra hasta cotas insospechadas. No lo digo por la resultona aparición de UNA COSA que funciona a las mil maravillas, lo digo por una pelea en los cielos horriblemente montada, imagino que por estar horriblemente rodada, que afea el clímax tanto como el desganado epílogo de la función.
Pero todas esas manchas no tiran por tierra el trabajo más fresco en muchos años de un director que debía volver a dar señales de vida. Y eso lo cumple con creces.