Pulsa el botón Start y elige uno de los dos personajes. Él es un parlanchín encantador, veterano del espacio y maestro de la propulsión. Ella, una brillante (eso dicen, no hay presentaciones previas) científica en su primera salida espacial. Una vez elegido el personaje, una hermosa cinemática en plano secuencia sirve de intro y nos pone en situación.
Después llega la primera fase, dividida en tres subniveles. Primero debemos estabilizarnos en el espacio, engancharnos a nuestro compañero y trasladarnos al punto de control. Tienes dos cámaras para elegir: tercera persona o subjetiva. En la segunda fase nos encontramos en una estación espacial y el juego se convierte en simulador, algo lógico teniendo en cuenta que estamos en el espacio. En el tercer nivel se repiten los esquemas de los dos anteriores un poco a lo bestia y con un par de clásicos quick time events, muy en la onda de Shenmue, Heavy Rain o el inminente Beyond.
Con esa sinopsis de videojuego uno puede explicar de qué va Gravity. La película de Alfonso Cuarón, uno de los tipos más ambiciosos y estilosos que nos haya brindado el cine en los últimos tiempos, es un portento de imaginación (visual) y de técnica inigualable, pero prácticamente hueco por dentro. Y eso desluce un poco la función, porque al final, uno tiene la sensación de estar ante una demo de un nuevo motor gráfico. No hay argumento más allá de ir de A a B y de B a C flotando en el espacio. Además, la manera de colarnos el mensaje de todos los días, acompañado de un trauma familiar de uno de los personajes (si me apuras, de los dos, aunque uno se lo tome como un chiste), no ayuda, puesto que la ausencia de una trama compleja se alimenta de ello y termina sobrecargando sus noventa (largos) minutos.
De lo que no cabe duda es del enorme talento del director y de su compadre de fotografía, Emmanuel Lubezki, tan culpable como Cuarón del realista e imposible tratamiento de sus películas, como quedó demostrado en la verdadera obra maestra del director, la potentísima y amarga Hijos de los hombres.
Parte de la culpa de lo contemplativa que resulta Gravity (es cine contemplativo, claro) es la ausencia de actores reales durante buena parte del film, más allá de las voces y de algún plano con la cara del personaje que corresponda. Pero todas las posibles lagunas o pegas que se le puedan encontrar a la película se desintegran cuando el director decide contarnos una secuencia entera sin cortes o cuando pasa a mostrar planos subjetivos en transiciones invisibles. A fin de cuentas, Gravity es cine puro, una gran mentira: sabes que no están en el espacio, pero es que también sabes que es imposible recrear esa sensación de manera tan alucinante.
No importa lo que diga yo ni lo pejiguero que me pueda poner, Cuarón ha marcado un punto de inflexión, un antés y un después en la manera de rodar películas, y al fin y al cabo es así como se forman las leyendas.