En una de las mejores y más reveladoras escenas de La ley del mercado, Thierry, el protagonista interpretado con una magistral parquedad por Vincent Lindon, se planta en el regateo que una pareja le está proponiendo para comprarle una vieja caravana. “Se acabó, ya no quiero venderla”, dice para zanjar la discusión. El hartazgo, la defensa de su dignidad y la resistencia a ceder ante el capital, ya venga de una gran empresa, o de un mezquino individuo que intenta arañar unos cientos de euros en una compra aprovechándose de la necesidad del otro, es la génesis de la última película de Stéphane Brizé (Madémoiselle Chambon).
La ley del mercado es un drama social sobre un hombre de edad madura que intenta reencauzar su vida laboral en unos tiempos, los actuales, en los que la juventud carece de experiencia para trabajar y los mayores de cincuenta tienen demasiada para ser aceptados de nuevo por la rueda capitalista una vez han sido expulsados de ella. Brizé nos plantea una obra de corte naturalista, en la que la sobriedad es el dogma que rige tanto la puesta en escena como la interpretación de todo el reparto, liderado por un Vincent Lindon (merecida Palma de Oro al mejor actor en Cannes por este papel), que conmueve y provoca la empatía del espectador desde la primera secuencia. Y lo hace además manteniendo durante toda la película una contención y un gesto adusto, que dota a su interpretación de mayor profundidad. Es el espectador quien tiene que imaginar lo que debe pasar por la mente de ese hombre de mediana edad que intenta sobrellevar con entereza las presiones a las que el paro, y su posterior trabajo como vigilante de seguridad en un supermercado, le someten.
La ley del mercado es una película con secuencias largas e incluso a veces tediosas, algo totalmente intencionado por parte de Brizé para subrayar que así es la vida en la mayoría de momentos: larga y tediosa. Una película que ahonda en la pérdida de valores humanos en la sociedad actual (espléndida por terrible la secuencia en la que el jefe de recursos humanos habla a los empleados).
Una historia con mucho peso que nos deja un personaje para la memoria del cine social, ese Thierry que explota por dentro pero intenta no hacerlo por fuera, hasta un final sobrio en el que el valor de la dignidad personal y para con los compañeros de clase, le empuja a asumir su triste sino, el de ser una persona con principios y sentimientos en un mundo para el que ya no está, aunque lo haya intentando con todas sus fuerzas, preparado. Una cinta que habla sobre la muerte de la clase media y emociona (y aterroriza) al tiempo.
El subtítulo con el que en España se acompaña el título de esta (casi) obra maestra de Stéphane Brizé reza: “todos tenemos un precio”. A mí, al igual que a Thierry, me gustaría pensar que no.