Kevin Smith ha tardado más de diez años en vengarse de todos aquellos que se manifestaron pancarta en mano cuando estrenó Dogma en 1999. Y lo ha hecho a lo grande, dando un patadón en los huevos del señor.
Probablemente el mayor problema de Red State sea la atropellada sucesión de acontecimientos en una película en la que no hay protagonistas hasta que llega John Goodman casi a mitad de función, pero no es menos cierto que la única manera de contar una historia como esta de manera efectiva sea así, a trompicones.
Y la película tiene muchos aciertos, sobre todo con los diálogos que Smith les regala a los personajes de Michael Parks y John Goodman (el primero flamante ganador en Sitges 2011 en la categoría de mejor actor) y en un desenlace loquísimo e inolvidable con un anticlímax prodigioso y desmitificador, muy superior a los tan de moda finales anticlimáticos de ahora.
Aunque los prejuicios tapen las evidentes virtudes de la película por el rasero con el que medimos al Smith de ahora -un tío gordo que no tiene nada que decir y que lo poco que dice es feo- y la película llegue con más de año y medio de retraso a nuestras pantallas, y a pesar de haber desatado la polémica en Sitges al resultar premiada con el premio a mejor película –algo casi irremediable gane quien gane- lo cierto es que tras unos años de mal cine y decepciones, Kevin Smith consigue purgar sus pecados volviendo a hacer lo que mejor sabe: películas pequeñas en las que se habla de cosas muy grandes. Hallelujah.