Cinco años han pasado desde Pozos de ambición, los mismos cinco años que Paul Thomas Anderson tardó en preparar la aterradora película petrolera tras la más intimista Punch-Drunk Love. Y, otra vez, vuelve a aparcar la grandilocuencia visual para revisitar el intimismo de dos personajes, en este caso los de Freddie Quell (Joaquin Phoenix) y Lancaster Dodd (Phillip Seymour Hoffman). El primero acaba de terminar su servicio en la marina y el segundo dirige un culto que, principalmente, intenta despojarnos de las emociones que nos hacen ser, más o menos, humanos. Freddie, que destila licores peligrosos con lo primero que encuentra, tiene problemas de autocontrol y de personalidad, y tras colarse en una fiesta del segundo, cae en gracia al líder del culto, que intenta convertir al joven marine a la causa.
Eso es todo lo que hay en The Master, pero llevado hasta los extremos de lo soportable, tanto para los personajes como para el espectador.
Ejercicios de conversión, charlas filosóficas y alguna que otra fiesta pagana se suceden de manera intensa, tanto como la banda sonora de Jonny Greenwood, en una película de interiores, tanto en las localizaciones como en los personajes. Todo lo bueno -que es mucho- en The Master viene de las peleas de boxeo cerebral de los dos personajes, cada uno convencido de su razón, que estiran sus discursos sin que ninguno de los dos salga vencedor: uno siempre será un salvaje y otro el hombre civilizado que podría cambiarte -y explicarte- la vida.
Además de estar rodada en 65mm, recuperando la grandeza de un cine antiguo, y la mencionada banda sonora, el punto fuerte de la película está en la pareja protagonista. Joaquin Phoenix será recordado para siempre por su violento ataque de ira dentro de una celda, en una secuencia rodada de la forma más fría posible e interpretada en cuerpo y alma por un escuálido don nadie que no tiene nada que perder, ni probablemente que ganar, en su vida. Hoffman, con ese punto de tranquilidad grandilocuente que ha hecho tan suyo, es la otra cara de la moneda. Un tipo que, a lo mejor, es más consciente de su mierda que la mayoría, pero que al menos intenta aprovecharla para su beneficio.
Un duelo de titanes que deja poso y que va creciendo en las entrañas hasta que sus ramificaciones invaden el cerebro. Una película hipnótica que, al igual que la última e inédita obra de Rob Zombie, hace que nos replanteemos una serie de principios tan interiorizados que su solo movimiento nos hace estremecernos. Si Pozos de ambición era la gran historia contada a gritos, The Master es la misma historia contada con la voz un poco más bajita.
En cuanto uno se acostumbra al hecho de que Anderson haya rodado en 70 mm una película de interiores, tanto físicos como psicológicos, ya puede volar.