¿Qué es la vida? ¿Qué es el cine? No sé si Holy Motors responde a esas preguntas, probablemente no, pero cuando uno presencia un ejercicio de libertad como el que ofrece la última película de Leos Carax debe replantearse, al menos, la segunda pregunta.
Holy Motors es una de las mejores películas que veremos en mucho tiempo, pero no se la recomendaría a casi nadie. No hay un argumento que explicar, solamente anarquía cinematográfica de primera que incomodará a quienes busquen una historia con principio y final. ¿Quién es el protagonista de la película? Tampoco lo sabremos nunca. Ni falta que hace. Holy Motors es un viaje sin descanso, una continua sucesión de acontecimientos que varían según la transformación de un actor inmenso, un personaje inclasificable, que pasa los días ejecutando encargos de lo más variopinto. Denis Lavant es la película, y busca que el espectador le acompañe y se deje llevar, como él, a donde sea y como sea, dejando los prejuicios en casa y situándole en medio de un sinfín de bizarradas, desde una captura de movimientos infinita a las cloacas, con un par de números musicales memorables, por si faltaba algo. Aún así, no se crean, todavía hay más. El epílogo de una película que empieza recordando a Alps y termina como Cars, de Pixar, pone todas las cosas en su sitio aunque no lo parezca.
No es fácil defender una película hecha para provocar a base de piezas colocadas al antojo de su creador, es más fácil dormirse o salir despavorido de la proyección, pero hay que dar una oportunidad a esta muestra inclasificable de imaginería visual portentosa que, sin duda alguna, convierten la película en una de las experiencias más extremas de este año.
Absolutamente recomendable y también todo lo contrario.