Cosmopolis es la película más difícil de la temporada. La adaptación de la novela de Don DeLillo sobre la crisis financiera y el fin del mundo es uno de los ejercicios más exasperantes que se recuerdan, pero, ojo, en ningún momento me leerás afirmar que se trata de una mala película.
Robert Pattinson es Erick Packer, un jovencísimo multimillonario que elige un mal día para ir a cortarse el pelo. La ciudad está al rojo vivo por la visita del presidente y el funeral de un rapero superventas, y cruzar Manhattan de punta a punta se convertirá en una odisea. Así que durante el viaje tendrá tiempo de conversar con diferentes personajes sobre las cosas del dinero, la salud, lo humano y lo divino, mientras Packer desciende poco a poco a los infiernos por una mala jugada inversora.
David Cronenberg es un director fantástico y su obra está llena de obras maestras superlativas, como La Mosca, Videodrome o El almuerzo desnudo, pero lleva estancado una temporada en el limbo de la pretenciosidad, y Cosmopolis es el tercer patinazo consecutivo tras Promesas del este y Un método peligroso.
La película consigue lo que se propone: reflejar angustia y contagiar desasosiego en el espectador, pero a qué precio. Para ello utiliza todas las herramientas que tiene a su alcance, desde la insonorización de la limusina a los infinitos diálogos economistas, el problema es que a mí, como espectador, me importan muy poco sus personajes y su situación, algo que la reciente El Fraude (Arbitrage), mucho más humilde, sí conseguía.
Cosmopolis es una película complicada, un perro verde que, al igual que el Holmes de Garci, puede llegar a disfrutarse a su manera pero que jamás recomendaría a nadie que me pidiera consejo porque después podría matarme. Esperemos que el canadiense vuelva a reencontrarse pronto con la nueva carne y se aleje de los fríos tonos azul metalizados retrofuturistas de esta pequeña epopeya digna del teatro moderno más pedante.