Será cosa de la ingenuidad, de la fe que todavía deposito en la industria del espectáculo o de las ganas de una secuela a la altura de la original, pero tenía muchas ganas de divertirme con G.I. Joe: la venganza.
Unas ganas relativas, claro. Hace casi un año, los dirigentes de Paramount hablaron de lo satisfechos que estaban del resultado de la película, y que era tan potente que iban a retrasar el estreno para convertirla a 3D y poder competir con producciones similares. Y vamos y nos lo creemos.
Junto a la conversión a unas 3D que no he visto (ni veré, ya que el plano más largo de la peli dura como dos segundos y las coreografías son rastreras), la película tiene una serie de secuencias añadidas a mayor gloria del personaje de la estrella Channing Tatum, y se nota.
Además, más que una película con una trama que avance, aquí estamos ante un ejercicio de emergencia de sala de montaje, una sucesión de imágenes inconexas con personajes sin presentación ni presencia, algo que además de ser completamente inútil, molesta bastante.
En esta secuela parece que nadie, nadie, ha entendido que lo importante de la original era que mantenía un espíritu lúdico y de la maravilla que encajaba perfectamente con su sentido del humor desenfadado. Y había buenos y malos, claro, porque aquí lo que hay es gente bastante imbécil.
Ni The Rock ni mucho menos Bruce Willis pueden salvar el desastre, que termina arrastrándolos al abismo de la basura reciclada. Cada una de las secuencias de la película se ven exactamente como eso, como secuencias rodadas en días distintos a las anteriores.
Una película horrible que engrandece aún más la notable propuesta de Stephen Sommers.