Crítica de Filth, el sucio
Filth, el sucio representa el segundo largometraje en la filmografía de Jon S. Baird y está basada en la novela de Irvine Welsh, el creador de Trainspotting, aquella obra de culto de los noventa que se encargó de dirigir Danny Boyle.
La película se podría clasificar como una comedia negra, más bien negrísima, políticamente incorrecta y bañada de escenas bastante subidas de tono. Esa combinación cobra un valor de enlace más fuerte por el trabajo descomunal que lleva a cabo James McAvoy, en lo que quizás haya sido una de las mejores interpretaciones de su carrera.
Es por estos condimentos citados, los que forman parte de la osadía de los eventos que se exhiben, que el film no resulta apto para todos los públicos. Susceptibles abstenerse.
La historia narra el andar de Bruce Robertson (James McAvoy) en la piel de un policía que no hace más que recaer en sus vicios constantemente. Es adicto a las drogas y al sexo. Sus modales dejan mucho que desear, es imprevisible en lo que concierne a su manera de actuar, se mueve con desprecio hacia quienes lo rodean y está dispuesto a ganarse un ascenso en su empleo de la manera que sea necesaria. Quizás similar a Torrente, aquel desprejuiciado y maleducado agente encarnado por Santiago Segura. El problema principal para llegar a dicho objetivo está dado en su imposibilidad de alejarse de todos aquellos estupefacientes que consume y que estropean aún más sus conductas.
Poco más de hora y media de metraje de un relato ágil, entretenido y retorcido por las secuencias que tienen lugar a lo largo del desarrollo. James McAvoy se acapara de todo y domina la cinta a partir de una participación que parece casi un monólogo suyo dejando destellos de locura y adrenalina en cada una de sus acciones. El escocés se muestra desquiciado y aborda un personaje que consigue el esboce de algunas que otras risas desde el humor socarrón que predomina en la narración.
Las consecuencias de las drogas no tardan en llegar y van cobrando mayor participación en nuestro protagonista conforme pasan los minutos. El delirio se va apoderando de Bruce Robertson, quien se va transformando en una máquina de cometer atrocidades, perdiendo el control de manera progresiva. Masturbaciones, sexo descontrolado e ingesta desmedida de sustancias son algunos de los componentes que están a la orden del día y a los que más se recurre para reflejar la realidad de la figura central.
Jon S. Baird si bien mantiene el tono de ironía y de comedia negra, apuesta incluso algunas fichas a una buena cantidad de pasajes surrealistas que sirven como aporte para salirse un poco más de lo que ya de comienzo no se percibe como convencional.
Filth no se estanca sólo en los excesos y en las perversiones, también encuentra espacio para profundizar en las aflicciones de su personaje y efectúa un desenlace brillante. No recomendable para todo tipo de espectadores, la obra protagonizada por McAvoy tiene estilo propio y sorprende.
4 / 5