Crítica de Hansel y Gretel: cazadores de brujas
La moda de los cuentos está al rojo vivo. Directores como Tarsem Singh no dudan en rodar una Blancanieves con Julia Roberts y enfrentarse a otra visión protagonizada por Thor. Incluso Pablo Berger, triunfador del año en los premios de nuestro cine, se atrevió con una adaptación silente y castiza, mientras Angelina Jolie prepara Malefincent, donde interpretará a la malvada bruja de La bella durmiente.
Bueno, todo eso está muy bien, las películas son más que correctas y el empeño por satisfacer a todo el público es algo comprensible, pero menos mal que llegó el director de (la mediocre) Dead Snow para poner un poco de pimienta al pack de los cuentos inmortales.
Hansel y Gretel: cazadores de brujas, es un bofetón en el criterio, sobre todo en el del público (o crítico) supuestamente exquisito, que, precisamente, se caga en el buen gusto. Durante noventa macarras minutos, la pareja de hermanos se entrega con pasión a golpear violentamente a hermosas mujeres del diablo, brujas endemoniadas que dedican su tiempo a devorar niños, mientras los protagonistas ajustician a su manera. Y lo hacen sin reparar en violencia, sangre o voladuras de cabeza, además de demostrar en ciertos momentos un gusto por la vieja forma de caracterizar personajes fantásticos: el maquillaje y los disfraces, como el del entrañable troll de la función.
La cinta, producida por Wil Ferrell y Adam McKay, no repara en gore, violencia humorística, palabrotas y persecuciones sobre palos de escoba. Precisamente ese tono, a primera vista imbécil, es el mayor acierto de la película. Si Van Helsing terminó aburriendo por un mal casting y un deseo de satisfacer a todos los públicos que consiguió justo lo contrario, o Abraham Lincoln: cazador de vampiros, era un popurrí imposible de descerebre y biografía, la película de Wirkola marca sus intenciones desde el primer minuto, y de ahí no sale.
Injustamente maltratada por una prensa que cada vez diferencia menos las churras de las merinas ,algo que ha influenciado en el público a la hora de comprar entradas (al menos en USA, donde la gente suele ser un poco más, digamos, influenciable), ningún amante del cachondeo y la desmitificación sana debería perderse esta divertida y zafia visión de un cuento clásico.
De hecho, así mola más.