Crítica de Lazzaro Feliz, una de las películas más enigmáticas del año
Precedida por sus premios en Cannes y Sitges, ha llegado a nuestras pantallas Lazzaro feliz, una fábula con ecos de la Biblia, de Pasolini y del neorrealismo italiano, aunque también de Yorgos Lanthimos, donde se mezcla lo mágico con el realismo más sucio y habla de santidad y de desigualdad social en un tono aparentemente sencillo pero de forma críptica, planteando más preguntas de las que responde.
LAZZARO FELIZ de Alice Rohrwacher
Los que asocian el festival de Sitges con cine truculento generalmente aciertan, pero en este festival tienen cabida otras propuestas, no solo de lo que se suele entender por género fantástico, sino también por cine de autor en el que se transgreden los límites de lo que solemos entender como factible o real. Lazzaro feliz no tiene escenas sangrientas ni habla de monstruos, aunque sí de resucitados, puesto que el nombre del protagonista no es casual. Y sobre todo juega con lo real y lo falso, iniciando la acción en un mundo retratado de una forma costumbrista y a la manera de un film de época, pero que es una representación; las referencias de la película son múltiples y variadas, y en esta primera mitad habría que hablar tanto de la más evidente, El bosque, de M. Night Shyamalan, como de la literatura naturalista y del cine de Pasolini, con su gusto por la antropología, la etnografía y su interés por observar los rostros de figurantes no profesionales.
Una película enigmática bajo su apariencia sencilla
Tras un giro argumental muy arriesgado, la película se sumerge en otro territorio en su segunda mitad, llevándonos en esta ocasión al submundo de la pobreza extrema que subyace en las ciudades occidentales con ecos claros del neorrealismo italiano, y más de Milagro en Milán, donde también se mezclaban de forma paradójica la magia y la fantasía con la realidad más humilde. El personaje de Lazzaro, bisagra entre ambos mundos y ambas mitades de la película, plantea preguntas sobre la pureza, la santidad, aunque no se aprecie un punto de vista religioso por parte de la directora, y también la condición del esclavo que asume aparentemente gustoso su papel. La película, aparentemente sencilla y accesible, acaba resultando mucho más críptica de lo que parece, y más próxima de los inquietantes cuentos y realidades paralelas de Yorgos Lanthimos (Canino, El sacrificio del ciervo sagrado) que del humanismo en busca de la pureza propio del cine neorrealista.
La película puede verse como una denuncia sobre una sociedad, la nuestra, la que consideramos real, que sería una representación al gusto y a la conveniencia de una minoría privilegiada; una ficción igual de embustera, de anacrónica y de estafa que el mundo falso en el que Lazzaro está viviendo durante la primera mitad de la película. Pero ni esa es la única lectura política posible, ni tampoco está claro que la política sea la óptica que hay que emplear para abordar una de las películas más enigmáticas del año, que acaba siendo como su personaje central, todo un misterio envuelto en una apariencia inocente.
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