Crítica de El árbol de la sangre
Tras 15 años de títulos muy fallidos, Medem recupera el pulso con El árbol de la sangre, un título que no aporta gran cosa a su filmografía pero que se ve con agrado por demostrar que el director sigue teniendo una impronta muy personal y siendo capaz de crear historias de gran belleza plástica y mucha capacidad de fabulación, aunque lastradas por una tendencia excesiva a lo folletinesco.
EL ÁRBOL DE LA SANGRE de Julio Medem
Vacas (1992), la opera prima de Julio Medem, significó una bocanada de aire fresco en el cine español de la época. Su director demostraba poseedor de un estilo propio, arriesgado, inquieto, creativo y lleno de recursos. 26 años más tarde nos ofrece otro título basado en la simbología de las vacas y los toros que de ninguna manera supone para el cine español la rareza ni la innovación de su opera prima pero que sigue mostrando a un autor que sigue siendo igual de personal e igual de identificable, lo cual no es precisamente poco. Medem ya no es tendencia a seguir pero tiene su lugar en el celuloide español y parece haber conseguido retomar su cine donde lo dejó en 2001 con Lucía y el sexo; de hecho los protagonistas de El árbol de la sangre, en su convicción de dejar la política de lado, parecen ironizar con los muy fallidos intentos del director en la década pasada de abordar temas sociopolíticos en su momento candentes en títulos como La pelota vasca (2003) o Caótica Ana (2007).
En algún punto entre la poesía y el culebrón
Su última película parece ser una vuelta a las raíces: ubicada en escenarios naturales del País Vasco y también en zonas del Mediterráneo con gran presencia vasca, se trata de la historia de personajes que juegan a narradores y cuentan al espectador sus propias vidas en formato de cuento mágico en el que el destino juega con ellos haciéndoles recorrer círculos a veces concéntricos y a veces tangentes. Estamos ante el relato romántico de un chico y una chica con familias emparentadas entre sí y destinados a conocerse y estar juntos pese a vaivenes y avatares diversos, como en Los amantes del círculo polar, mezclado con dosis relevantes de sexo en forma de pornografía blanda como en Lucía y el sexo. El relato oscila continuamente entre lo poético y lo cursi, o, más técnicamente, entre el cine de autor y el culebrón. La audacia de las primeras películas, Vacas o La ardilla roja (1993), mucho más crípticas y arriesgadas, queda lejos y al guión de El árbol de la sangre, sobrecargado de drama por no decir folletinesco, se le pueden poner bastantes peros. Mucho menos, eso sí, al trabajo de Medem con la cámara. El esfuerzo por mantener a lo largo de un metraje sin duda excesivo el pulso de la narración a base de encuadres llenos de creatividad consigue resultados brillantes y demuestra que el director mantiene su puesto entre los más destacados del cine español.
Los 17 años que ha estado fuera de juego comercialmente, no obstante, no pasan en balde. Esta película podría haber sido un gran éxito en 2004, pero en la actualidad para devolver a Medem a la primera plana no es suficiente con volver a ofrecer más de lo mismo como si no hubiera pasado el tiempo. Se trata de un título que complacerá y traerá buenos recuerdos a sus antiguos fans y tal vez a algún cinéfilo joven curioso al que le suene el nombre del director y desconozca su cine, pero que es probable que pase desapercibido para el gran público.
Crítica de Antonio López
Tráiler de El árbol de la sangre, de Julio Medem