Crítica de El legado de Bourne
Uno de los aciertos de la trilogía sobre Jason Bourne era que el protagonista no podía recuperar su pasado, no recordaba quién era ni de dónde venía. A lo largo de tres películas trepidantes el espectador iba descubriendo el pasado a la vez que el personaje y, además, cada película superaba a la anterior en ritmo, emoción y secuencias de acción impactantes.
Tony Gilroy, guionista de la franquicia, ocupa el lugar de Paul Greengrass en la silla de director y retoma la saga cambiando al protagonista: el Bourne del proyecto Treadstone deja paso al Cross del proyecto Outcome y no aguanta el tirón.
Aaron Cross nos importa un bledo, tanto como cualquiera de los agentes enviados a terminar con la vida de Bourne en las otras tres películas. Cross explica su problema, lo conoce y lo intenta solucionar durante dos horas largas, muy largas, de charleta innecesaria y previsible, sin alma y sin garra.
Las secuencias de acción del nuevo Bourne pecan de falta de originalidad y salvo un bonito plano secuencia acompañando a Cross hasta una ventana de una vieja casa, apenas luce algo nuevo bajo el sol en la cinta menos vibrante de las cuatro.
A última hora llega una persecución que parece sacada de Terminator 2 y que, sorpresa, se finiquita mediante la acción de un personaje que no es Cross. Pero ya nos da igual, a esas alturas estamos agotados de conversaciones absurdas y emociones impostadas. No era el legado que nos merecíamos.