Crítica de Misión Imposible: Nación secreta
Veinte años, oh là là. En veinte años habrás vivido buena parte de las emociones que te esperan en la vida, pero ninguna, jamás, habrá sido tan emocionante como tu cita (cada cuatro años de media) con Ethan Hunt y el Fuerza De Misión Imposible. Tu primer hijo, alguna Champions y un par o tres de colas en la oficina de empleo no pueden compararse a las aventuras de los hombres de Hunt.
El nuevo hombre de confianza de Tom Cruise, Christopher McQuarrie, responsable también de la (¿franquicia?) mucho más setentera Jack Reacher, toma las riendas de la (ahora) producción de JJ Abrams (y el jefe Cruise, claro) y aprovecha para desmelanarse, tal y como requiere la ocasión.
Nación Secreta es tan espectacular como cabía esperar, pero con un guión del propio McQuarrie, tan terrenal como no veíamos desde la segunda entrega. Bueno, cuando hablo de terrenal me refiero a un desenlace mucho más humano, casi como un anticlímax más parecido al cine de espías más vetusto y artesanal.
¿Es un problema este clímax? La respuesta es un no tan grande como el famoso avión que lleva a Cruise colgado de la puerta. Siendo realistas, sería muy difícil superar las proezas que Hunt y los suyos durante los 100 minutos anteriores al último cuarto de hora, así que llegamos desfondados al final, casi como en una entrega de los robots extraterrestres de Michael Bay.
El equipo habitual desempeña las funciones de siempre, aunque en esta ocasión será Benji Dunn (Simon Pegg) quien cobre mayor protagonismo (algo que se veía venir ya en la estupenda cuarta entrega), relegando a Rhames y a Renner a un segundo plano (de hecho, el Ojo de Halcón de Los Vengadores se pasea entre sillas sin apenas entrar en acción)
Lo mejor de esta Nación Secreta, sobre todo si uno es fan de la saga, es relajarse, divertirse y admirar el regreso a los lugares comunes de una franquicia que ha sabido ir encontrando un tono propio a base de situaciones imposibles, momentos de humor muy acertado y, sí, algo de previsible, pero qué importa. ¿Verdad?
Son tantas, tan largas y constantes su situaciones de alto voltaje que no puedo despedirme sin aplaudir (de nuevo) la brillante secuencia de la ópera de Viena, todo un ejemplo de planificación y pocas palabras que nos devuelven al mejor cine… clásico. En general.